La eternidad congelada: por eso te conmueve la fotografía. El mundo es veloz, es atroz, es feroz: no importa. En la foto, lo sublime del mundo, la grandeza del mundo, lo milagroso del mundo está ahí para que te sumerjas aunque sea un momento. Otro momento, una cadena invisible pero fuerte de momentos: el momento en que alguien disparó la cámara, el momento en que tú abres los ojos y la ves. Y te deslumbra, te conmueve, te sacude, te arrasa como ésta foto: el Likankapur al crepúsculo.
No lo has visto todo, hermano. Todavía te faltaba ver esto: la serena mole del enigmático volcán en el desierto más alto del planeta cuando se acaba la mejor luz del día y la noche se va adueñando de todo. ¡Por Viracocha, qué energía! No has visto todo: por eso vale la pena la vida. Por verla, por recorrerla, por sentirla, por andarla, por olerla, por caminarla. En suma: por vivirla y nada más.
El Likankapur (Licancabur en los mapas) en el centro; a su izquierda: el Juriques. El Likankapur, con su belleza sin mengua, con su increíble simetría, es la montaña mágica del desierto más extraño del planeta. El coloso marca los límites: delante, se extiende el erial más cercano al cielo. Los Lípez, a 4500 metros de altura. Detrás, está Atacama, el territorio más seco del planeta. Delante, está Bolivia. Detrás, está Chile. Delante, aunque no la veamos, hay una lágrima derramada por alguna princesa, una laguna bautizada por el color de sus aguas: verde.
Un verde que cuando lo ves, entiendes que nunca has visto un verde así; que, como te decía, no has visto todo, que vale la pena vivir para ver un verde como el de esas aguas. Detrás, aunque no lo veamos, a la distancia donde está enterrándose el sol, está el océano, la Mama Kocha, la madre de todas las aguas, el Mar del Sur, el hogar de los muertos. Unir el desierto de los volcanes con el Pacífico es una experiencia irrepetible.
El Likankapur era el achachila mayor, el cerro tutelar de esa región que fue siempre un paso de una ruta que enlazaba otro de los corazones del continente. Del mítico país de cacería, del Chaco, a través de los valles y las punas, trajinando las arenas, hasta el mar. El Likankapur era un santuario. Bajo su sombra, se realizaban ceremonias de agradecimiento y licencia. Los vestigios así lo indican. Hoy es un confín; antes era el centro del universo, el axis mundi, un ojo cósmico por donde los dioses nos veían. El Likankapur era un dios. Un dios monumental, como la montaña misma.
Hace décadas nomás, un hombre inquieto lo vio erguirse invencible. A sus hijos les contó la historia de un volcán inverosímil, un sueño que se levanta altivo al final de una meseta de piedra infinita, al borde del cielo. Uno de ellos, Alfonso Barrero, mi hermano en el desgarro, fue a buscarlo con su cámara fotográfica. Tomó esa imagen que siempre me ha conmovido. Hace años me regaló una copia en papel que guardo como un tesoro. Ayer me envió la misma imagen por esta vía, bendito formato JPEG. No pude evitarme, viejo: a tu nombre, abro el cofre, y la lanzo a rodar por la red¡
¡Qué el mundo se conmueva con el Likankapur! ¡Que el Likankapur vuelva a reinar, vuelva a protegernos, aunque sea el momento en que tú veas la fotografía! ¡Tata Likankapur! Te invoco, te pido, te ruego: ¡qué sea en enhorabuena! La eternidad que se congela para brindarte un puñado de dichas… No has visto todo. El Likankapur te está esperando. Pero, vamos, tienes una vida por delante para verlo. Tienes una vida en tus manos para sentirlo. Tienes una vida: tu vida.
Pablo Cingolani Febrero 2006
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