sábado, 15 de mayo de 2010

Homenaje a un gran señor del Espíritu: EMILIO VILLANUEVA PEÑARANDA

Yo admiraba profundamente a mi padre; en su escritorio de pie ante el tablero trabajaba horas, mientras yo jugaba con una cigarrera en forma de avión. En las alas estaban los cigarrillos, y en la cola los fósforos. Complaciente y bondadoso él me dejaba jugar y yo adivinaba su entusiasmo por su trabajo. El le enseñaba a mi madre, Hortencia Núñez del Prado, proyectos como la Urbanización de Miraflores y otros trabajos. 
Yo supe por ella que el edificio de la Municipalidad fue proyectado por mi padre así como los trabajos de ingeniería y la obra que dirigió hasta su terminación sin cobrar honorarios. -
Los niños no comprenden la política las cosas son llanas como ellos las ven. Por eso después de la revolución del 30 que derroco a Hernando Siles a quien papa acompaño como ministro de Instrucción un día le pregunte por que no le daban la condecoración del Cóndor de los Andes. El callo un momento y luego muy serio me contesto: “Nelly, las medallas no tienen el valor que tú crees, no hagas nada en la vida por ellas ni por dinero.
Pon tu empeño en hacer tu trabajo lo mejor que puedas… Mira, si yo tuviera que dar el Cóndor de los Andes, se la daría a ese indio adobero que contemplo cada mañana muy temprano. Cuelga su saco, se remanga los pantalones y con los pies desnudos pisa el barro y hace los adobes más perfectos que imaginar se pueda. Con ellos puedo levantar mis edificios”.  Por entonces era muy niña para comprender la lección.
Transcurrieron muchos años. Al contemplar a mi padre en la hora del crepúsculo de su vida, cuando se diluía como esta tarde al entregar su alma al infinito de la noche, se me hizo clara la lección que ahora la transmito. Todos somos adoberos que con humildad debemos pisar el barro de nuestra vida y trabajarla. El lo hizo día a día. 
A su muerte, sus obras eran para mí como las montañas que él amo. Sufrí mucho al ver “El Estadio Hernando Siles” caer en polvo; me recordaba su muerte. Me sentí como cuando era niña, ahora ya no tenía sus palabras de consuelo. De pronto, como por arte de magia, Jaime Sáenz le dedica un capítulo en “Vidas y Muertes” con ese conocimiento que solo tienen los poetas                   
Nelly Villanueva de Barrero