El niño se entretenía capturando y juntando lagartijas de todos los colores y tamaños. Las perseguía detrás de las piedras donde vanamente trataban de ocultarse. Con cola o sin ella, él las atrapaba. Las había verdes con fosforescencias rojas y azulinas, bellísimas. Unas de del color del ámbar, casi transparentes. Otras, del color de la tierra, de piel áspera y curtida por el sol y el viento de los paramos. Todas eran maravillosas para él. Todas cabían en su caja donde las guardaba con cuidado y cariño. Eran su tesoro: él las quería casi tanto como a su padre al que acompañaba en uno de sus innumerables viajes por esas tierras áridas y desoladas. Esa tierra donde no se veía casi gente y donde no había árboles.
Ni un árbol siquiera. Iban en camión, traqueteando, y el niño, de tan solo once años, llevaba sobre sus rodillas su cajón de reptiles. De vez en cuando, los miraba para ver como se encontraban. Los bichos, inquietos como pocas especies del bestiario universal, se enroscaban unos con otros, se pisaban, se mordían, trataban de trepar las paredes de su hogar obligado. Él, atento y delicado, las mimaba más que a su juguete preferido. En realidad, las lagartijas eran su juguete preferido. Incluso, porque andando y descubriendo los desiertos no tenia otros. El viaje se estiraba y duraba días, semanas. El desierto era infinito.
Por más que quisieran ir más rápido, la arena se los impedía. Muchas personas acompañaban a su padre en la travesía. Hombres jóvenes y fuertes como su papa. Ellos sudaban y se agitaban como él cuando las movilidades se encajaban en el lodo o se plantaban en el arenal. Era la faena diaria. Iban tan despacio que las mujeres y los niños preferían ir a pie. A veces, siguiendo a los camiones. Otras veces, dejándolos detrás.
Caminaban hasta que a la noche, se armaba el campamento y semejaban gitanos. Aparecían ollas como de milagro que se llenaban de papa y de carnecita de llama. Espumaban las laguas. La brasa ardía. La gente reía y se entusiasmaba los primeros días. Siempre había sido así por esos lados. El desierto es el desierto. Las movilidades no entraban. Solo con llamas o con burros se había podido. Pero el ingeniero insistía. El ingeniero era terco. El ingeniero era su padre. Y él además de su padre, lo que más amaba estando allí eran sus benditas lagartijas. Hasta que un día, de tanto joder con las lagartijas, unos señores, los hombres jóvenes y fuertes como su papá, le dijeron a su padre que la culpa de todo la tenían ellas. Que por eso se habían plantado en el río Grande. Que ya era suficiente. Que las lagartijas- que los "jararankus", lo que se arrastra, en la lengua de ellos que eran aymarás- eran unos bichos de mal agüero.
Traían la mala suerte. Los perjudicaba. No tubo remedio, ni alternativa. Su padre le prometió una pelota de fútbol. No le importaba. Le prometió llevarlo al Beni donde le aseguro que había más lagartijas y más grandes que esas. No le importaba. Finalmente, le pidió, con gentileza y valor, que se desprendiese de ellas. Que los hombres estaban intranquilos e inseguros porque creían que las lagartijas eran la causa de todos los males y de todos los pesares. El niño entendió. Tomo su cajón y lo volcó, dejando que las lagartijas se desparramaran a su antojo. Vagarían hasta los confines del mundo. O, tan sólo, hasta la próxima piedra. No importaba. Eran libres de nuevo. El Alejito, que así se llamaba el niño, entendió de golpe muchas cosas. Que a los animales, incluso a los animalitos como sus lagartijas, mejor no encerrarlos.
Ni siquiera en su caja donde con su cariño los cuidaba. Y que si la gente de un lugar cree que las lagartijas causan problemas, pues, causan problemas. Ellos deben saber. Ellos saben. Por algo será. También supo de golpe a querer a esa tierra, la de esa gente, la de sus lagartijas. Eso también se lo enseño su papá. El papá de Alejito se llama Alejandro Barrero. El tenía unas minas, allá en el sur, en un territorio llamado "Los Lípez". Que quedaba lejos, muy lejos, de la ciudad donde vivía con su madre y sus hermanos. Las minas son esos sitios donde, con paciencia y dura labor, los hombres pueden sacarle y recibir, si se lo merecen, un poco de la riqueza que guarda en sus entrañas la madre tierra. Con el tiempo, Alejito creció y se hizo minero. Como su padre. Fue lejos a estudiar pero volvió a esa tierra, la de esa gente, la de sus lagartijas, y ahora trabaja una boratera, una especie diferente de mina, en un lugar llamado "salar de Chalviri".
Cuando en la boratera, sobre la montaña llamada "Polques", cae el sol, el cielo se llena de colores audaces, que parecen vivos. El celaje, que es ese momento después que el sol se escapa del horizonte hasta el otro día y antes que sea de noche, se pinta de rojo, de naranja, de lila, de amarillo. Se pinta de todos los colores posibles y los que uno pueda imaginar. Entonces, viendo el espectáculo, sintiendo en su corazón tanta grandeza, el Alejito se acuerda de sus lagartijas. Y piensa que felices estarán en esa tierra. En su tierra. La tierra de las lagartijas. Como él también es feliz. Siendo lo que son: libres. Cada uno a su manera. El, minero. Ellas, lagartijas.
Pablo Cingolani Calama, 14 de noviembre de 1998
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