lunes, 29 de marzo de 2010

San Antonio de Lípez, El primer asentamiento Minero en el Nuevo Mundo


Jaime Saenz en el volcán Licancabur

El Licancabur es el más hermoso de todos los volcanes del planeta. Alza su mole triangular hasta casi los 6.000metros de altura, en uno de los vértices limítrofes, del país y por eso lo comparten bolivianos y chilenos. Antes no: era el sagrado achachila de toda esa inmensa región desértica que conforman Los Lípez y Atacama.
Los antiguos habitantes del actual oasis de San Pedro de Atacama lo consideraron el cerro tutelar de la puna.
Los incas lo veneraron y construyeron en su base un centro ceremonial del que sólo quedan las ruinas De allí, según Lautaro Núñez, proviene su nombre: Licancábur “o mejor Lickanckapur (que) significa el monte del pueblo grande”.Como sea, el coloso fue frecuentado por los cazadores de chinchillas y los arrieros con sus llamas que no dejaban de ofrecerle su coca en ofrenda y agradecimiento.
En los años 60, bajo su sombra y en un cerro próximo, comenzó a funcionar una mina de azufre, Susana, cuyo propietario es Alejandro Barrero. Con los años, su hijo Alfonso ya era discípulo y cófrade del hermano de uno de los mejores amigos de su padre: Genaro Saenz. El hermano se llamaba Jaime y su historia es por demás conocida pero esta parte, no. Es tan exquisita la anécdota que vale la pena contarla. Dice así:
Cerro Nelly (abajo)
 Cada vez que Alejandro –-el minero más famoso de los Lípez junto al Padre Barba--- regresaba de su mina, el poeta al encontrarlo le gritaba “¡como lo admiro, Barrero!”. El minero, sorprendido, preguntaba por qué. “Porque usted sí que es macho, Don Alejandro, trabajando en el desierto…”.
Vanamente, Alfonso trató de convencer a Jaime de visitar la mina y esa región llena de salares y volcanes y disfrutar del aire incomparable de esas montañas. A pesar de sus promesas, el poeta nunca acucio a la cita. Un día, el fuego llamado Jaime Saenz se apago. Otro día, Alfonso cumplió con su palabra de llevarlo a los desiertos mas altos y bellos del planeta, allí donde la soledad puede tocarse.
Armado de gratitud y una mochila emprendió el ascenso del volcán Licancabur. En el morral llevaba la carátula del libro-brújula de Jaime, La piedra imán, una brocha y una lata de clefa. Tras unas horas de esfuerzo, tras bordear las ruinas de los quechuas, tras trepar hasta la laguna que se forma con los deshielos en uno de sus cráteres, tras alcanzar la cima desde donde la belleza del paisaje sobrecoge y abruma, Alfonso Barrero tuvo el empeño, con lagrimas en los ojos, de colar la tapa de La piedra imán al borde de un precipicio.
  
Viendo una fotografía que quedo de la proeza, su osadía fue tanta que desafía la gravedad y casi hace sombra a la Laguna Verde situada a los pies del volcán.
Solo, sólo con su alma y la de Jaime, Alfonso coló y coló una vez más ese testimonio que acredita que el poeta al fin pudo llegar a la tierra del viento que cautiva y el silencio que aúlla. Solo, sólo con su alma y la de Jaime, Alfonso tomo la foto.


El recuerdo permaneció intacto y oculto hasta una noche de ostras y vinitos donde la confesión de esta ceremonia secreta broto clara y transparente como el agua que surge de los ojos que la pampa agreste brinda a quien la conoce.
Fue hace poco en Calama, en la casa de las palmeras, los algarrobillos y las retamas donde vive Susana, hermana de Alfonso y por quien fue bautizada la mina de azufre, y desde cuya terraza se ve la silueta celeste del Licancabur a la distancia.
El volcán sigue ahí, soberbio y mudo, petrificada su gloria, eterna su grandeza, sin saber de guerreros, cazadores y poetas. O tal vez, extrañándolos en su corazón de piedra. Quien sabe. Pablo Cingolani.
---La Paz, 3 de enero de 1999 ---La Razón, suplemento literario El mal pensante---